La Senda del Celorio

Más que un paseo ideal para hacerlo entre amigos, con la familia y disfrutar de un bellísimo paraje natural en plena Reserva de la Biosfera Alto Bernesga, esta ruta une la naturaleza con el arte, la literatura y una hermosa historia de vida.

La Senda del Celorio fue idealizada hace unos años por los hermanos Orlando y José Manuel González Fernández como una forma de revitalizar la zona y enseñar al mundo toda la belleza que se aprecia desde el alto de su pueblo, Paradilla de Gordón. En octubre de 2013 Orlando pierde la vida, junto a otros cinco compañeros mineros, tras un escape de gas en el pozo Emilio del Valle de la Hullera Vasco Leonesa.

Pese la fatalidad, su hermano José Manuel lleva adelante su sueño con la ayuda del escritor Juan Carlos Pajares y del escultor Amancio González que añaden al proyecto el Relato del Celorio del escritor y editor leonés José María Menéndez López, que habla precisamente de la amistad y del compromiso más allá de la muerte.

El sueño de Orlando y José Manuel se hizo realidad el 03 de julio de 2016, cuando tuvo lugar la inauguración de la Senda que, finalmente, está al alcance y disfrute de todos. La ruta es apta para todas las edades y recorre aproximadamente 5,5 km en un trayecto de ida y vuelta entre los pueblos de Geras de Gordón y Paradilla de Gordón (León).

La salida oficial se encuentra en las inmediaciones de la ermita del Santo Cristo de Geras de Gordón (siglo XVIII), en la carretera LE-473 que conecta La Pola de Gordón y Aralla de Luna, justo al pie de la placa metálica que señalizada el inicio de la senda.

La pista es muy cómoda y las bajadas y subidas son mínimas. Es una ruta ideal para pasar un agradable día en familia por el campo. Durante el trayecto hay una serie de hitos que reproducen ocho estrofas que relatan el cuento “Celorio el de Geras. Tú sabes”, de José María Menéndez López.

Pasados aproximadamente 1,7 km desde el inicio de la ruta se encuentra la impresionante escultura de 1,5 toneladas, tallada sobre mármol negro de Amancio González Andrés. Una enorme mano que sale de la tierra para alcanzar las estrellas del cielo de Paradilla de Gordón.

En este punto los que quieran pueden subirse a la Peña El Aveseo (1356 metros). Son unos 400 metros de ascenso y desde su cima se aprecian los pueblos de Geras y Paradilla, además de unas panorámicas preciosas de esta zona de la montaña leonesa.

Desde la mano hacia Paradilla hay menos de 1 kilómetro de caminada por prados entre montañas. El pueblo de Paradilla de Gordón está asentado sobre una peña, prácticamente colgado a 1.230 metros de altura cuyas espectaculares vistas se pueden vislumbrar desde la románica iglesia parroquial, el punto más alto del pueblo.

El Relato que inspiró la senda.

“CELORIO EL DE GERAS. TÚ SABES” De José María Menéndez López 

Celorio viene al mundo fuera de tiempo, a sangre, de nalgas: su madre lo nace en las tierras, en Geras, y su padre, comadrón por necesidad, deja en claro la azada para arrancárselo del vientre a fuerza de manos, que las tiene como garras. De aquello le queda a Celorio un hablar timbrado, la frente desacostumbradamente ancha, unos ojos afilados y como llenos de agua, y cierta apariencia de ave zancuda; le queda también el cuello rígido y un no poder acostarse para dormir, ni para nada, cosa que hace de pie, estribado en una estaca, en una sebe, o contra un árbol, o en cualquier sitio si tiene gana.
Cuando pequeño, la primera vez que lo llevan a la escuela, se pierde durante el recreo, la segunda se escapa y la tercera no va. En realidad, no huye: le tiene gusto a subir como otros escogen arrastrarse: trepa al crestón de granito de Paradilla que domina el valle y gasta allí las horas mirando el cielo de frente, que hacia arriba no es capaz, o espigando guijarros de colores en los quiebros de las torrenteras, jaulas de luz que luego intercambia por un rato de amistad entre los otros críos del pueblo. El maestro entiende cabal dejarlo en paz, porque Celorio sin duda está loco y el maestro no está para locos.

Un día Celorio hace aparte y cuenta una treintena de guijarros, los mejores de su colección: casi un millar. Busca al Paco, de quien no recuerda un solo agravio, y le entrega el regalo. El Paco, un rapaz de naturaleza reposada, desorbita los ojos al recibir el tesoro, hipa de gozo y dice «Gracias», no dice nada más porque no lo espera y porque, a su idea, no tiene cosa alguna con que agradecer. Celorio, que no entiende de deudas, le taja una de sus miradas y resuelve con voz campanuda: «Luego de muerto, que me entierren arriba, tú sabes, entre los peñascos, cara al cielo, que ahora nunca puedo verlo».

Veinte años después, mediada la guerra, al Paco lo reclutan de oficio porque tiene hechuras y conoce el monte. Le dan un fusil y una gorra y lo mandan a vigilar desde lo alto las maniobras del enemigo. El Pacoobedece y vigila y no ve nada durante meses, hasta que una tarde, él y otros tres son convocados a las afueras del pueblo por el capitán, un tipo ventrudo con trazas de asesino, para cuadrar un pelotón de fusilamiento: van a ejecutar al Celorio, a quien han encontrado la noche anterior dormido en la tienda de mando, y como que dormía de pie y tampoco se avino a explicarse, lo juzgan de espía.
El negocio queda emplazado para el atardecer. Llega la hora, solos capitán, pelotón y reo; se lee la sentencia y se organiza el tinglado; a la voz de fuego, al Paco lo ciega el recuerdo de los guijarros, se llena de coraje, maldice el reglamento y apunta alto; los otros, que también conocen al Celorio, deciden, cada uno a su manera, matarlo sólo un poco, y el infeliz cae al suelo con dos balazos en un hombro y otro en el vientre, pero cae tan falto de ministerio, que se tronza el cuello contra un pedrusco y va contrayéndose hasta quedar así, acurrucado, paralizado pero vivo, gimiendo de estupor como un niño.

El capitán estalla en blasfemias, luego escupe sobre el cuerpo, desenfunda la pistola y se apresta a propinarle el tiro de gracia. «Si lo hace, lo reviento», oye a su espalda, y se vuelve: el Paco lo está encañonando ahora. «¿Me entiende, cabrón? ―el Paco insiste, tiene los ojos anegados de guijarros de colores―: ¡Si aprieta el gatillo, juro por dios que lo reviento!» El capitán vuelve a escupir: «¡Imbécil!», masculla con indiferencia suicida mientras amartilla el arma y apunta a la sien del caído. El disparo se produce a bocajarro: suena como un golpe de agua abierta, y apenas si tiene persistencia, excepto por el eco.

El cuerpo del capitán voltea y se desmorona como una corteza seca; los demás, perplejos, ni se mueven cuando el Paco se vuelve contra ellos, interrogándolos en silencio. Un instante después, se ahombra al moribundo y lleva el paso hacia Paradilla, hacia lo alto, «tú sabes». Los otros lo dejan ir sin mediar palabra; esperan allí las cinco horas que le toma subirlo a la cumbre para tenderlo cara arriba, entre las rocas; esperan todo el tiempo que vela su agonía mientras lo escucha susurrar poniendo nombre a tantas estrellas que nunca ha visto; esperan a que lo entierre y esperan aún más, hasta su vuelta.

Amanece cuando regresa. Para entonces, sus compañeros han acordado un informe donde la muerte del capitán sobrevino como consecuencia del rebote fatal de una bala. El Paco se opone, no entiende el porqué de arriesgarse por su causa. Uno de ellos, uno de su mismo pueblo, responde con otra pregunta: «¿Y por qué lo hiciste tú?». Al Paco se le vienen de nuevo los guijarros a la mirada: siente rabia: no quiere llorar, pero sus ojos destellan. «Por un amigo», contesta. «Ya…», replica su paisano con voz ahogada; mira al punto a los otros y zanja de una vez la polémica: «Pues por lo mismo nosotros».

Maria Ortiz

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