La niebla es un fenómeno meteorológico que todos conocemos. Puede ser hermosa y molesta a la vez, tan inquietante como ensoñadora, y en cualquier caso, cuando está presente, nos obliga a cambiar aunque sea mínimamente nuestra forma de hacer las cosas.
Consiste en la condensación del vapor de agua contenido en el aire (por tanto, agua en estado gaseoso), que de esta forma pasa a formar minúsculas gotas de agua (por tanto, agua en estado líquido). Pero estas gotas son tan diminutas que permanecen en suspensión durante mucho tiempo, y solo cuando las condiciones provocan que la situación cambie y las gotitas se fusionen, adoptarán el tamaño adecuado para que puedan precipitar.
Hasta aquí he descrito a una nube, y es que la niebla es eso: una nube. Es una nube baja, de tipo estratiforme, que suele alimentarse de la evaporación del agua del suelo, de la vegetación, de los mares y los ríos, o que en ocasiones se origina como consecuencia del choque de dos masas de aire con distintos grados de humedad.
Su formación depende de varios factores, como por ejemplo, la humedad relativa del aire, que ha de ser máxima. También influye la temperatura, que debe descender por debajo del “punto de rocío”, es decir, la más alta a la que el vapor de agua contenido en el aire puede condensar bajo determinadas condiciones de presión… ¡es un pequeño lío!
Además, en la formación de la niebla juegan un papel muy importante las partículas en suspensión que pueda tener el aire (ya que favorecen la condensación del agua), la topografía,…, ¡son muchas cosas!
Existen muchos tipos de nieblas en función de dónde se forman, en qué época del año, bajo qué circunstancias…, pero como es necesario acotar el significado del término “niebla”, la Organización Meteorológica Mundial ha establecido un criterio por simple convenio: lo es si limita la visibilidad horizontal en la superficie terrestre a menos de un kilómetro. Si la limitación es menor, será neblina o como queramos llamarla, pero para ser niebla no debe dejarnos ver más allá de un kilómetro a la redonda.
Y cuidado con esto, porque gracias a su capacidad para desdibujar las formas, para suavizar los colores y para amortiguar los sonidos y los olores, la niebla puede llevar nuestros sentidos a un universo realmente embaucador, pero el primer sentido al que debería estimular siempre es a nuestro sentido común: la niebla puede limitarnos, y en según qué escenarios, como la carretera o la montaña, esta limitación puede marcar muchas diferencias… y algunas no las queremos. Y por cierto, ahora que abunda, lo mismo puede decirse de la nieve: por favor, tenedlo en cuenta.
En cualquier caso, la niebla es un elemento más de la realidad y de los paisajes de los que tanto nos gusta disfrutar.
Para muchos organismos constituye una fuente de agua adicional y para muchos otros prácticamente la única, por lo que su relevancia en el funcionamiento de numerosos ecosistemas es indiscutible.
Nuestras montañas y nuestros campos no son una excepción; aquí, las nieblas son frecuentes, a veces parece que casi perpetuas, y muchos bosques se benefician de ella… ¡esto me da para otro día!
Cuando la niebla se adueña de los valles nos regala estampas como éstas
Además, impone una sensación de aislamiento, de soledad y de intimidad absoluta. Cuando se levanta, si es que lo hace, arrastra consigo ese aspecto vacío para dar paso a una atmósfera impoluta, de esas que no ofrecen resistencia alguna a nuestra admiración por unos paisajes únicos que se muestran infinitos.
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