¿Alguna vez os habéis propuesto llegar a algún lugar, pero por el camino, de forma imprevista, algo os lo ha impedido? A mí me ocurre con frecuencia, sobre todo en primavera; y no me estoy refiriendo a aquellos casos en los que la culpa es de algún suceso desafortunado o de un encuentro inoportuno, sino a aquellos en los que el causante es uno de los eventos más bellos y fascinantes de los que tienen lugar en nuestras montañas: la floración.
La floración
Tras el largo y duro invierno que se apodera durante meses de la montaña, el tímido arranque de la primavera da paso a una estación muy boyante, en la que el aumento de la temperatura, la mayor insolación y las abundantes reservas de agua permiten a las plantas embarcarse en sus tareas reproductivas. De forma casi sorpresiva, los prados, los bosques, las laderas y hasta las más agrestes paredes de roca se engalanan con miles de flores que, aparte de teñirlas de todos los colores imaginables, complacen al visitante con toda suerte de formas y fragancias.
¿Cuántas veces habré abandonado la ruta prevista para centrarme en disfrutar de las flores que crecen en apenas unos metros cuadrados? Ni se sabe… Pero no me arrepiento ni de una sola de ellas.
La flor del cantarillo (Androsace villosa)
Ambientes hay muchos, y cada uno tiene su flora particular. Siempre me han resultado muy atractivos los pequeños pastizales que se forman a cierta altitud entre los roquedos calizos. Son lugares más bien secos, con un pH alcalino y habitualmente muy expuestos a la luz solar. En ellos, una vez bien entrada la primavera, florecen numerosas plantas que, si bien suelen ser discretas en su tamaño, no lo son tanto en su aspecto. Por ejemplo, el cantarillo (Androsace villosa) es una de esas plantas, que además, dicho sea de paso, a mí me vuelve loco. Su parte vegetativa no es demasiado llamativa: entre otras cosas, consta de varios rosetones semiesféricos formados por hojas alargadas y pilosas. Al llegar la primavera, entre mayo y julio, surgen de ellos unos tallos floríferos en cuyos ápices se despliegan las flores, siempre agrupadas en pequeñas umbelas. Son flores sencillas, de nueve o diez milímetros de diámetro, dotadas de cinco pétalos blancos en cuya base destaca una mancha de color amarillo, que a medida que la flor madura se torna naranja, luego rosa y, finalmente, intensamente roja.
Flores hay muchas, pero algunas, como estas, requieren prestar un mínimo de atención mientras se camina, ya que de lo contrario se corre el riesgo de no percatarnos de su presencia.
Os invito a que cada vez que vayáis al campo os dejéis llevar por lo inmenso, por lo infinito del paisaje, pero también por los detalles, por aquellas cosas que obligan a hincar las rodillas en el suelo. Y si no os da tiempo a todo, podéis sentiros afortunados, ya que tendréis la excusa perfecta para volver otro día.