Hay que reconocer que las cuevas son lugares que invitan a dejarse llevar por la imaginación.
El mundo subterráneo de la Cuevas de Valporquero
Puede que se deba a la falta de costumbre, pero a la mayoría, la visión de un mundo subterráneo repleto de colores inusuales, de brillos extraños y ornamentado por miles de obras de arte que sólo los procesos kársticos son capaces de ingeniar, nos resulta muy misteriosa y realmente evocadora.
La luz de la Cueva de Valporquero
Pero a decir verdad, esa visión es totalmente fantasiosa; lo cierto es que al ver, recordar o imaginar una cueva con ese aspecto estamos incorporando un elemento que no está presente en ese tipo de paisajes: la luz.
Los rincones de nuestra cueva
Quien más quien menos, los que alguna vez hemos entrado en alguna de las numerosas cavidades que horadan nuestras montañas hemos jugado a buscar el rincón más adecuado para apagar los frontales y allí, en medio del auténtico paisaje de una cueva, dejarnos llevar por la total oscuridad.
En estas condiciones, la primera sensación que recorre el cuerpo es la de alerta, la de desasosiego, mezclada con grandes dosis de curiosidad. Rápidamente comienzan a cobrar protagonismo todos los sentidos ajenos a la vista.
El olor, el frío, ese goteo incesante con su oscuridad
El profundo olor húmedo que se percibe desde el ingreso al sistema de conductos se acentúa y, tal vez auspiciado por la sensación de desprotección, un frío que en realidad es inmóvil se desplaza impío a través del cuerpo. Aunque no siempre está quieto del todo, ya que dentro de las cavidades suele haber leves corrientes que en la más absoluta de las oscuridades se vuelven mucho más que evidentes.
El incesante goteo del agua, que desde las fisuras del techo y el ápice de las estalactitas se afana en mantener el pavimento siempre húmedo, se hace cada vez más perceptible.
La oscuridad de la Cueva de Valporquero
A lo sumo, el aleteo de algún murciélago, el rumor de algún arroyo hipogeo o la vibración que delata el vuelo de algún mosquito de caverna pueden llegar a estimular a los oídos, pero nada más.
Sin prisa por encender las linternas los minutos van pasando, hasta el punto de que llega a sr posible trazar una especie de mapa sensorial del lugar basado exclusivamente en lo que se percibe, sea como sea, pero sin ser visto.
Sólo entonces se cae en la cuenta de lo dura que ha de ser la vida allí dentro.
Vida dentro de la oscuridad en la Cueva de Valporquero
Y es que en las cuevas, aunque no lo parezca, hay mucha vida. Los organismos troglobios no lo tienen nada fácil, independientemente de que vivan siempre en las cuevas o sólo lo hagan de un modo facultativo. Allí se entiende que las adaptaciones de estos organismos han de ser sorprendentemente eficaces, al igual que el hecho de que otros atributos, como la capacidad de ver o el color, pasen a un segundo plano en este tipo de ambientes. Cierto es que las ventajas de guarecerse en lugares como estos pueden merecer la pena, pero también es cierto que el peaje que impone hacerlo es, como poco, realmente elevado.
Un simple botón nos devuelve a las condiciones a las que estamos acostumbrados y, al encender los frontales, los ojos se sienten desbordados y el subconsciente un tanto aliviado. Pronto se comprueba que el mapa no visual que se había trazado no es para nada preciso, al menos a mí me pasa, y es que no estamos adaptados a este tipo de medios y por eso, en ellos, somos cualquier cosa menos certeros.
Dos mundos separados por una distancia tan corta
De vuelta al exterior, dejando atrás la humedad de la cueva y sintiendo el abrazo del Sol deslumbrante y del acre y fugaz olor del ozono, se descubre hasta qué punto pueden ser diferentes dos mundos separados por una distancia tan corta: diversidad… bonita palabra que se hace fuerte en la montaña.